Así son las metáforas de la vida, del territorio y lo humano, según Juan Ricardo Mejía

Su obra, Flor-esencias, será exhibida en la Universidad de La Sabana, hasta el 20 de octubre del 2025 y está abierta al público general.
En su taller, rodeado de tótems que se elevan hasta los 2,60 metros, Juan Ricardo Mejía habla con calma. La tranquilidad del campo, dice, lo sostiene en medio del ruido de las ciudades que tanto ha observado y trabajado. Su obra no es un objeto aislado: es un diálogo entre arquitectura, escultura y urbanismo; entre lo construido y lo natural; entre lo humano y sus fracturas.
De ahí que se remita a cómo, en medio de un experimento con acrílicos y luz, se detuvo a contemplar unas dalias florecidas en su jardín. Al deshojarlas, descubrió patrones deconstructivos que se volvieron parte de su serie Flor-escencias, obra que hoy se encuentra en los pasillos del edificio Adportas de la Universidad.
“Siempre me ha atraído el contraste entre el territorio natural y el artificial. De la flor al acrílico, de la sombra al objeto, busco entender cómo lo humano reinterpreta la naturaleza.”
No es para menos, Juan Ricardo y su formación como arquitecto y urbanista, le han permitido deconstruir materiales para crear esculturas que trasmiten vivencias urbanas y que siendo minimalistas, logran un balance.
¿De qué manera la escultura, en su caso, se convierte en un medio para reflexionar sobre lo humano y nuestra relación con el espacio?
Mejía recuerda sus años como profesor en la Universidad Pontificia Bolivariana, donde coordinó la línea de investigación en mejoramiento integral barrial (sobre los barrios). Allí, el arte se entrelazaba con los procesos urbanos: asentamientos vulnerables, territorios en formación, comunidades desplazadas. Sus obras son tanto piezas plásticas como testimonios de la ciudad que se redibuja a la fuerza.
“Las huellas del desplazamiento —dice— son parte de esa ciudad que se construye y se reconstruye sin cesar, casi siempre de manera dolorosa. Mi trabajo quiere ser espejo de esos procesos humanos que se tatúan en el territorio.”
Algunas de sus series evocan territorios, pliegues, luces y sombras. ¿Hasta qué punto esas construcciones son metáforas de la vida humana, sus quiebres y sus búsquedas?
“Me interesa la piel y la carne”, responde. Habla de series como Flor-escencias o los Polimorfismos: piezas de superficie áspera y monocromática que, al desgarrarse, revelan un interior luminoso, de colores cálidos y vibrantes. Una metáfora del ser humano: lo que mostramos al mundo y lo que guardamos dentro.
“Son obras que se entreabren para dejar ver otra capa más íntima. Como la vida misma: detrás de las sombras, siempre hay un resplandor.”
En la conversación surge un concepto transversal en su obra: la deconstrucción. No solo en términos arquitectónicos, sino como metáfora vital...
“Las ciudades crecen de manera fragmentada —explica—. Son una sumatoria de pedazos que al final conforman un tejido. Así también construyo mis piezas: desde fragmentos que permiten comprender la totalidad. La deconstrucción, para mí, no es una moda: es un método de lectura del mundo.”
Entonces, recuerda su instalación ‘Polis’, en el Museo de Antioquia, donde creó un alfabeto urbano a partir de fragmentos fotográficos de barrios en ladera. Con pequeñas piezas, tejió un paisaje que reflejaba el caos y la belleza de lo no planificado. “El fragmento es la esencia de la construcción. Solo desde ahí podemos reconstruir la totalidad”, dice.
¿Hasta qué punto ese abordaje de la deconstrucción es metáfora de la condición humana?
Mejía reflexiona: “Como sociedad somos laxos; juzgamos desde miradas generales y olvidamos el detalle. Pero solo entendiendo los fragmentos —del territorio, de la comunidad, del ser— podemos comprender la totalidad. Así funciona la ciudad, y así funciona la vida.”
En Medellín, dice, lo aprendió en los proyectos de urbanismo social: “No se trata de borrón y cuenta nueva, sino de recomponer, reordenar el rompecabezas con la gente adentro. Solo cuando cada microterritorio se trabaja, surge un nuevo macroterritorio”.
¿Cómo entiende usted el arte como un acto humanista, capaz de tender puentes entre la razón, la estética y la experiencia interior del espectador?
El tono de Mejía se vuelve íntimo. Recuerda a sus estudiantes de arquitectura y la necesidad de “desamaestrarlos”, de liberarlos de un enfoque demasiado técnico.
“El arte es transversal. No hay que racionalizarlo en exceso: hay que sentirlo. Si una obra logra que alguien se detenga un instante y experimente algo en su interior, ya cumple su misión humanista. El arte es el hilo común de la historia de la humanidad: con él entendemos a los egipcios, a los griegos, al Renacimiento o al modernismo. Siempre ha estado ahí, mostrando quiénes somos”.
Mejía confiesa que esta exposición tiene un matiz distinto. Obras como Flor-escencias, dice, son un respiro: “Quizá menos conceptuales, pero más fáciles de asimilar. Como un descanso luminoso dentro de la complejidad de ideas que sostienen mi trabajo.”
La breve y reflexiva conversación termina la promesa de un café pendiente. Pero sus palabras dejan en claro que Juan Ricardo Mejía no solo construye esculturas: construye metáforas de la vida, del territorio y de lo humano.
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