El Tiempo de la Solidaridad

Por: Dr. Andrés Felipe López

El 6 de junio, en una entrevista para la agencia EFE, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, afirmó que Latinoamérica requiere “una gran solidaridad” por parte de los países desarrollados y de la comunidad internacional, que se evidencie en medidas económicas de alivio frente a la deuda pública, e inyecciones a las economías afectadas por la pandemia y el influjo de migrantes. El término solidaridad es utilizado constantemente por políticos, organizaciones internacionales, autoridades religiosas, y actores del tercer sector para referirse a la debida acción de la comunidad internacional, y de quiénes hacemos parte de la sociedad, frente a aquellos con mayor vulnerabilidad. Pero ¿qué es la solidaridad? ¿por qué alguien sería responsable de una persona que ni conoce, no comparte nacionalidad, o interés político? ¿es la solidaridad una palabra sin contenido utilizada en discursos políticos? O ¿la solidaridad es la respuesta emotiva de alguien que quiere sentirse mejor consigo mismo frente al sufrimiento de otro?

Definir el principio de solidaridad es en verdad una tarea difícil de realizar, como lo es el de tratar de determinar con exactitud los contornos de un principio social. En especial, la solidaridad es difícil de definir porque ha sido un principio altamente politizado de modo que entender su naturaleza no es tarea sencilla. La solidaridad ha sido el tercer componente de la revolución francesa, el lema de revoluciones proletarias, el nombre de movimientos políticos en Europa del Este contra dictaduras totalitarias, el centro de movimientos sociales transfronterizos en defensa del medio ambiente y en contra de la pobreza, entre otros. 

El concepto de solidaridad se remonta al derecho romano en el marco de las obligaciones solidarias. Estas obligaciones se caracterizan porque el acreedor podía requerir a uno o varios de los deudores la totalidad de la deuda. El principal elemento de esta clase de obligaciones es la “alternatividad subjetiva” que para efectos de la obligación significa que todos los sujetos deudores eran tratados como un todo, en solidium. De acuerdo con Karl Metz, en el siglo XIX el concepto de solidaridad fue politizado y se convirtió en uno de los lemas de la revolución francesa como una respuesta ante la pobreza, privilegiando una idea de asistencia horizontal remplazando la idea de asistencia vertical. De acuerdo con esta noción de solidaridad, hay dos elementos: Una disposición psicológica de empataría entre hermanos y hermanas basados en alguna similitud, y una activa cooperación basada en la idea de una obligación moral de asistir al otro.

Extrapolando la idea histórica de solidaridad a nuestros tiempos, podríamos decir que la solidaridad consiste en una responsabilidad compartida que todos tenemos con todos, no basada en una disposición emocional o psicológica, sino en el reconocimiento objetivo de la dignidad de todo ser humano, de la cual deriva una obligación de trato igual. Como los deudores de la obligación solidaria, todos somos responsables por el bien de nuestra comunidad, que implica el bien del vecino. Actuar de acuerdo con el principio de solidaridad significa que no podemos obtener nuestro propio bien personal o comunitario sin tener en cuenta o ignorando el bien de otros.

La solidaridad es solo una de las posibles respuestas morales ante la realidad de nuestra interdependencia como personas, miembros de una misma familia humana. No es la única respuesta, podríamos también responder ante la misma realidad con la autorreferencia irracional, en parroquiano, con egoísmo. Ambas respuestas son fruto de una decisión moral que está fundamentada explícita o implícitamente en ideas sobre lo que es correcto, sobre nuestro rol en la sociedad, y nuestra responsabilidad como miembros de la comunidad política.

Esta realidad de nuestra interdependencia significa que mi propia felicidad, o desarrollo requiere de otras personas, así como la felicidad o desarrollo de las otras personas requiere de mis acciones solidarias. Esta realidad la vivimos desde el inicio de nuestra existencia y hasta el fin de esta, necesitamos de otros porque somos seres sociales, animales racionales dependientes. Aceptar esta realidad y actuar de acuerdo con ello, es lo que hace que el bien común de nuestras sociedades florezca, y lo contrario es igual de cierto. Cuando las personas creen que su propio bien puede alcanzarse sacrificando a los demás en el camino, utilizándolo como peldaños para llegar al lugar esperado, la consecuencia es que la prosperidad se acumula en algunos, la desigualdad crece, y en general se vive un estado de injusticia.

La situación coyuntural que vivimos causada por el Covid-19 es una tragedia, temporal, pero con un impresionante poder de develar esta realidad de interdependencia humana. No respetar las reglas de cuarentena, acaparar productos de higiene, no respetar las normas de bioseguridad, desalojar arrendatarios que no pueden pagar su arriendo, son ejemplos de cómo nuestras acciones u omisiones afectan el bien de otros, y el bien que es común. Este poder del coronavirus lo comparten todas las tragedias humanas en mayor o menor medida porque en los momentos que el sufrimiento se hace evidente para todos, descubrimos lo que siempre ha estado presente, que nos necesitamos y somos todos responsables de todos.

Alguno podrá tachar de idealista esta postura, suena muy poético, pero en la verdad el mundo es una jungla en donde cada uno ve por sí mismo y sobrevive siendo el más fuerte. Estoy convencido que esa forma de pensar, que subyace muchas decisiones de personas y entidades que nos gobiernan o nos afectan directamente, solo tiene un posible destino: conflicto y sufrimiento.

No salimos de las crisis solos, está es la oportunidad de aprendizaje más valiosa de esta situación, resistiendo la idea de tomar la tabla que flota de la barca que naufraga y salvarse solo porque esto ¡no funcionará! La única forma de llegar a puerto es asumiendo nuestra responsabilidad individual frente a las personas de las comunidades que pertenecemos, nuestras familias, nuestros barrios, nuestras colegios y universidades, y ciudades. Esta responsabilidad no es la misma para todos, pero todos tenemos alguna responsabilidad. Saber cuál es nuestra responsabilidad depende de quién somos y esa capacidad de auto reconocer nuestro lugar en la comunidad.

Así como los médicos siguen exponiendo su vida salvando a otros, las universidades tienen la obligación de poner la academia al servicio de la solución de los problemas que nos aquejan, los medios a transmitir información real y sustentada, pero también mensajes de esperanza en medio del caos que vivimos. Todos podemos y debemos asumir nuestra parte en la construcción de las condiciones para que cada uno pueda desarrollarse. Puede ser tan sencillo como el subir el mercado por las escaleras de nuestro edificio para los vecinos de la tercera edad, guardar el distanciamiento físico durante la pandemia, o educar a los que no conocen de la importancia del cumplimiento de las normas de bioseguridad. La creatividad para hacer el bien no tiene límite. Lo hemos visto en las iniciativas individuales de personas que promueven grupos para donar mensualmente diez mil o veinte mil pesos y soportar a aquellos que han perdido su ingreso mensual, ordenar por Rappi mercados completos y después donarlos al Rappi tendero, ofrecerse voluntariamente para hacer las compras a personas de la tercera edad para que no tengan que salir, o donar una porción del salario para alimentar fondos de becas para estudiantes sin recursos suficientes. De igual forma, empresas han decidió hacer todo los posible para no suspender el pago de sus empleados durante la pandemia a pesar de no recibir ingresos, artistas ofrecen gratuitamente conciertos, y profesores universitarios y universidades ofrecen clases gratis online, entre muchas otras iniciativas. El punto es que, todos tenemos la responsabilidad de aportar algo dependiendo de nuestro lugar en la sociedad.

La propiedad y los recursos con los que contamos también son determinantes de nuestra responsabilidad solidaria. Desde una visión aristotélica, la propiedad privada tiene sentido, pero siempre está condicionada al servicio del bien común. Las grandes disparidades de riqueza no son problemáticas por la desigualdad en sí misma, sino por el hecho que sean el resultado de la omisión de aquellos con capacidades económicas de redistribuir a los pobres aquella porción de su riqueza que podría haber sido utilizada mejor por otros con gran necesidad, porque ya no la necesitaban. En este orden de ideas, aquellos con recursos económicos tiene la responsabilidad social de utilizarlo de forma productiva, y la porción de recursos que sea adicional a lo que necesita para cumplir con sus obligaciones (ej. pagar a los empleados, garantizar el bienestar de su familia) debería ser puesta al servicio de aquellos con necesidades. Existen diversos medios en que esto puede realizarse: invirtiendo los recursos para producir de forma inteligente, donando a hospitales, escuelas, bancos de alimentos, fundaciones o cualquier institución que promueva el bienestar de otros, o simplemente aliviando directamente las necesidades de los más vulnerables.

Por otra parte, la responsabilidad de quién está en situación de necesidad es solo usar la ayuda cuando lo necesita. Ser solidario es también no usar o recibir ayuda que no necesito para que otros lo puedan utilizar. Pero, sobre todo, ser solidario es hacerse responsables de su propia existencia buscando los medios para salir de la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran.

Si bien la pandemia nos muestra, por un lado, la realidad de la interdependencia entre los seres humanos que supera nacionalidades, estratos o intereses políticos, también hace más apremiante que asumamos nuestra responsabilidad solidaria, superando la deformada idea de que solo el Estado es responsable del bienestar de nuestros conciudadanos. El mundo en que vivimos debe ayudarnos a ver más allá de las fronteras, entender que la solidaridad no es con quiénes comparto nacionalidad sino con quienes comparto mi humanidad. Esta responsabilidad es principalmente moral, pero también el derecho en diversas formas ha convertido los deberes solidarios en mandatos obligatorios a través de impuestos, deberes profesionales, deberes de convivencia, entre muchos otros. Pero, no lo debemos hacer porque la ley nos lo exige, sino porque nuestra conciencia lo hace.

Estoy seguro, esperanzado, en que esta pandemia tiene el potencial de transformar nuestras miradas individuales y grupales sobre lo que significa ser comunidad, la forma en que nos relacionamos, y el modo en que asumimos el destino de los otros. Es el tiempo de preguntarnos sobre cuál es la responsabilidad de los consumidores frente a las empresas locales, de la sociedad con los migrantes, o de las instituciones financieras frente a las familias vulnerables. Haciendo eco al Secretario General de Naciones Unidas, este es el tiempo para preguntarnos sobre la responsabilidad de los países desarrollados y la banca multilateral frente a países en desarrollo, y de las empresas trasnacionales frente a los derechos humanos de las comunidades que afectan, más allá de sus empleados. Si salimos de esto sin cambiar, sin preguntarnos individualmente y como sociedad sobre cuál es nuestra responsabilidad con los demás, habremos perdido lo valioso de esta crisis, de vivir el tiempo de la solidaridad. Esa sería la verdadera tragedia.