Economía del lenguaje: se hace camino al andar

En una época en la que las redes sociales parecen mostrar caminos específicos para el éxito y la felicidad, resulta difícil construir uno propio sin esa influencia externa. ¿Cómo?

Por: Jairo Valderrama*
*Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de La Universidad de la Sabana (Colombia).

Cuanto más pasan los años, es más difícil cambiar las maneras de vivir. La gradual adaptación en el tiempo y en el lugar que a cada uno le correspondió se refuerza y se va asentando como el concreto que queda sin humedad y que puede deshacerse solo con una gran explosión, pero destruyéndolo todo a la vez. Así, pocos están dispuestos a reconstruir la existencia, como una mascota que empieza a aullar si le destinan otro sitio y otros amos cuando se ha acostumbrado a estar echada en un mismo rincón y a percibir idénticos olores, a pesar de que sean nauseabundos, debido a que siempre le ocultaron las diversas fragancias.

Sin embargo, el sujeto errante y libre, el que puede adecuarse con facilidad a rincones distintos, prefiere las llanuras amplias, donde bebe toda el agua que desea sin pagar por ella, y se toma el trabajo de abrir sus propios caminos, que una vez transitados se cierran porque son los suyos. A veces, se integra a alguna manada para aprender de esta y procurarle a cambio algún servicio, nada más. En cuanto se percata de que los consensos o acuerdos son artimañas en muchos grupos, reanuda su travesía y deja atrás a quienes se aseguran cada día y por ellos mismos las cadenas de unas ideas petrificadas; entiende que extirpar los fanatismos es casi una utopía, en que pueden desequilibrarse las vidas gestadas con ilusiones.

Los acomodados, en cambio, reaccionan en manada y con violencia para defender esas percepciones compartidas, pero distorsionadas, de la “justicia” y la “razón”; ante cualquier información siquiera distinta (no es necesario que sea contraria) a sus aceradas creencias, sienten un pánico enfermizo, como choques eléctricos de alto voltaje. Para ellos, el sujeto libre es “un bicho raro”, cuando no un “demonio”, porque todo aquello situado fuera de sus reducidos marcos mentales constituye un peligro, y no están dispuestos a sacudir la conciencia: la reflexión y la duda son las enemigas de su “paz”. Analizar conceptos diferentes está fuera de su acondicionamiento cultural o globalizado. Las modas, el consumismo y la defensa fingida de un Estado de derecho conforman las órdenes de sus señores, a quienes aún no identifican.

Bien se sabe que acudir a la violencia para aniquilar ideas es admitir que no se tiene la razón, sino que solamente la injusticia es la que centellea para mantener las conveniencias y los privilegios. Aunque las reacciones de la violencia sean leves, como enojos, exasperación o medidas administrativas arbitrarias, la impotencia y la sinrazón de estos tercos son evidentes.

Por el contrario, el sujeto errante y libre, el que preserva su tolerancia, certifica que ha razonado con suficiencia para saber que la conciliación es el camino a la paz, y que las discordias y guerras germinan cuando se siembran rencores, venganzas y codicia. Ese sujeto, que resguarda de igual modo la libertad, se somete a las órdenes de la naturaleza, porque estas no admiten insubordinación y son vitales (argumento sólido).

Sin embargo, respeta y acata las leyes, porque supo del destino de Sócrates. Además, reconoce con prontitud las debilidades humanas, y eso lo lleva a medir la distancia de su discurso ante los demás; la prudencia lo guía, sin apartarse nunca del sendero que califica la vida humana como el derecho número uno y entendiendo que cualquier intento por amenazar la integridad es contrario al amor, pero no ese que pregonan infinidad de embusteros (¡eso no es amor!), sino el que pretende el bienestar pleno y libre para cada semejante.

Desde la óptica opuesta, salirse del encierro de las costumbres provoca una censura generalizada por parte de los acomodados, como si se debiera actuar y ser como la mayoría. Ese mundo kafkiano se infiltra en ellos aun antes del nacimiento y se renueva como una tara incesante, generación tras generación. Cuentan para este fin, entre muchos otros medios, con el entretenimiento, que en la práctica es un distractor que seduce y emboba, un modo efectivo de mantener su atención en asuntos banales (fútbol, rumba, tecnología, farándula, etc.) y alejarlos del pensamiento profundo. A todo eso lo llaman “alegría”, que son solo instantes de desenfreno y de placer fugaz; por eso, los repiten una y otra vez con base en un programa reciclado que sus dominadores siempre diseñan y con el cual los aguijonean.

Entre la tupida maleza de la existencia, cada uno debiera de abrir su propio camino sin que importe el trayecto que se cubra. Seguir por los espacios ya descubiertos obliga a llevar la carga que les corresponde a otros y, quizás al final, padecer el abandono frente a un abismo. No obstante, abundan las peregrinaciones copiadas y sin ninguna garantía de arribar a la tierra de la felicidad; son los rebaños engordados con sueños, que encuentran en sus últimos momentos la pesadilla del sacrificio para seguir alimentando a sus “pastores”.

Es quizás una contradicción proponer aquí un camino para interpretar un poema cuando la intención primera es que cada uno continúe por el suyo; pero les recuerdo que cuentan con la libertad que los asiste para desandar estos renglones, tarea que se convierte (¿otra contradicción?) en otro camino propio. Entre estas letras quiere recordarse la advertencia del gran poeta español Antonio Machado: “Caminante, no hay camino. / Se hace camino al andar”, aceptando el derecho de cada persona a equivocarse en su elección y comprendiendo que el pasado es irrepetible, sin que nadie pueda ufanarse de haber acertado.

Para los acomodados, para esos ciudadanos de las calles, se diseñan avenidas y puentes, se imponen las redes sociales, se construyen centros comerciales y vacacionales, se levantan estadios y se destilan océanos de licor a fin de perpetuar su embriaguez y evitar también que al menos la naturaleza sea su maestra. Sin embargo, la culpa no es de estos esclavos: la única idea de libertad que les ha sido posible engendrar consiste en la obstinación para elegir una y otra vez el encierro en la cárcel de sus creencias. Prevenirlos de su desventaja es un riesgo: frente a la razón y la sensatez, muchos ciegos se irritan y envidian la visión clara de unos pocos.

El sujeto errante y libre, por su parte, elige apenas el sonido de las plantas al crecer (evocando a Miguel de Unamuno) o, si mucho, el trino de los pajarillos, porque las ideas bien configuradas son hijas del silencio, no del estruendo.