A mí no me gusta decir que voy a “dictar una clase” o que “dicto clases en una universidad”. Y esto no tiene nada que ver con mis sentimientos hacia la labor docente, sino con la frase en sí misma. Es más natural escucharme decir que “tengo una clase en el Ad Portas 415” o que “esta tarde voy a dar una clase sobre cómo hacer una exposición oral”.

A mi modo de ver, la expresión “dictar clase” no comunica el tipo de experiencia que se vive o se pretende vivir en el aula y, por lo tanto, no refleja el ejercicio docente de nuestros tiempos. Dictar es decir algo para que otra persona lo escriba, lo copie o lo repita. También puede ser pronunciar una ley o, en otras palabras, decir algo para que otra persona lo cumpla. Y usted podrá reclamarme, con algo de razón, que la cuarta definición del Diccionario de la Lengua Española consigna que dictar es “dar, pronunciar o impartir una clase, una conferencia”. Bueno, ¿entonces por qué no damos o impartimos una clase en lugar de dictarla?

Puede ser verdad que el contenido semántico de la palabra se esté actualizando, como sucede con muchos términos a lo largo del tiempo. Pero una cosa es que cambien totalmente de significado, como la palabra alienígena, que hasta el siglo XIX denotaba a los extranjeros (opuesta a indígena) y que ahora casi restringe su significado a lo extraterrestre. Pero otra cosa es que una palabra incluya otras definiciones para que tratemos de entender qué pretenden decir los hablantes cuando la usan.

Así, por más que dictar empiece a abarcar la intención de dar o impartir, nuestra mente sigue llamando el significado de la primera definición, apenas pronunciada la palabra. Y para que no nos queden dudas, tengamos en cuenta que su más antigua definición acuñada, publicada en la segunda edición del Diccionario de la Lengua Castellana de 1780, fue “Ir reduciendo á palabras, y expresando los conceptos poco á poco, repetidos, y por partes, para que otro los pueda ir escribiendo”.

En otras palabras, si sus clases se siguen basando en la metodología de decir algo para que otros lo copien, lo memoricen y lo repitan, está bien, usted dicta clases. Debemos pensar en que se trata de un dictador de clases y, claro, toda la experiencia se traducirá en una dictadura de clase.

Así fue la educación durante una gran parte de nuestra historia. Pero si usted propende por lo práctico, las experiencias, la innovación educativa y la flexibilidad curricular, entre otras características, acordemos que, tal vez, nos hace falta otro nombre para denotar esta actividad docente.

Pero sería muy pretencioso andar por ahí diciendo que va a “impartir una clase en el Edificio D”. El término es preciso, pero puede sonar elevado para algunos interlocutores. En casos como este, la sencillez es la respuesta: dar clase.

Es cierto. Dar es un verbo corriente. Es el decimosegundo más usado en nuestra lengua y aparece 1.623 veces por cada millón de palabras que se escriben en español, pero su significado es, a la vez, sencillo y profundo: fácil de entender y amplio en su comprensión. Dar es entregar, donar, ofrecer con generosidad sin esperar nada a cambio. Cuando damos clase, nos enfocamos en compartir, en hacer partícipe a la otra persona de nuestro conocimiento y experiencias, con el fin de que estas sean usadas para construir algo nuevo. En términos metafóricos, dar es sinónimo de caridad. Es solidaridad con la búsqueda del bienestar emprendida por las demás personas. Dar es sinónimo de alegría, como lo explica San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, y es entregar desinteresadamente porque “no hay nada que explicar”, como canta Fito Páez. Y por todas estas razones y relaciones, prefiero dar una clase antes que dictarla.