Memorias

Por Juan David Enciso, coordinador del Centro de Estudios en Educación para la Paz de la Facultad de Educación de la Universidad de La Sabana.

 

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Lo que ha sucedido a los representantes de las Farc al inicio de su campaña política refleja uno de los procesos de memoria histórica derivados de un conflicto armado. No se trata en este caso de un recuerdo del pasado sino de la laceración propia de una herida que está aún abierta, aguijonea y se lastima cuando entra en contacto con determinados estímulos. Una herida no es una cicatriz.

Independientemente de si sus manifestaciones sociales son o no válidas, estas reflejan una realidad que debe ser atendida como camino para una verdadera reconciliación.

Es decir que en un conflicto armado hay muchos tipos de memoria, dependiendo de quiénes han sido sus protagonistas, la manera como lo han vivido y el propósito por el que se hace memoria.

En contraste con la memoria de lo que aún está vivo, hay un fenómeno menos visible pero más saludable: son los ejercicios comunitarios mediante los cuales se recuerda para sanar: los cantos de los juglares, los bordados de las madres, las tertulias de los vecinos, etc. Es el encuentro de las víctimas que comparten algo que es absolutamente íntimo, en el que el diálogo y la identidad se hacen consuelo. Allí no tienen cabida los proyectos oficiales o académicos, ni las iniciativas de los victimarios que no pueden entender el dolor personal y profundo.

Hay otra perspectiva, de corte oficial y por tanto más impersonal; tiene dos vertientes: la primera se refiere a los esfuerzos por rememorar la violencia para que las nuevas generaciones conozcan los errores de sus antecesores y entiendan que no debería repetirse. Es la memoria que tiende a volverse museo y que constituye por tanto un enorme reto pedagógico para que la historia no sea simplemente un guion o una exposición, sino el ejercicio de hacer empatía entre el que posiblemente narra lo que no ha vivido y el que escucha lo que no ha sufrido.

La segunda vertiente oficial recae sobre las llamadas comisiones de la verdad, a través de las cuales se busca que los victimarios proporcionen la información que necesitan las víctimas para poder cerrar la herida causada por la incertidumbre y finalizar con ello el proceso de duelo. Es tan importante conocer la verdad que muchas veces se prefiere esta información al castigo que puedan asumir los culpables. Por eso hace parte de la justicia transicional.

Hasta aquí las formas de memoria proceden del dolor, propias de las sociedades que, como en el caso colombiano, han sido sistemáticamente azotadas por la violencia. Pero hace falta una forma esencial, mucho más esperanzadora: se trata del reconocimiento de que, a pesar del conflicto, nuestra nación sigue en pie, vitalizada por personas que salen cada día a prestar un servicio a la sociedad, a realizar su trabajo con amor; que están dispuestas incluso a perdonar en lo más interior de su fuero personal a pesar de que tengan aún heridas abiertas. Es la búsqueda de la cicatrización movida por la convicción de que el perdón es un derecho de la víctima, como afirma el padre Leonel Narváez de la Fundación para la Reconciliación.

Esta es la paz que permite explicar por qué una sociedad avanza a pesar de los pesares. Es una condición que probablemente hace parte del inconsciente colectivo, razón por la cual quizá no llega a considerarse memoria, pero que, igual que la herida, está viva y es fuente de vitalidad. Y es memoria porque no procede de una apreciación subjetiva sobre un fenómeno, sino que hunde sus raíces en la más profunda realidad: la de la mayoría de las personas que perseveran en medio de los conflictos cotidianos, grandes y pequeños, que se presentan en las familias, escuelas, empresas, oficinas públicas, comunidades y organizaciones sociales.

Tal vez la memoria de la violencia nos hable del dolor que queremos sanar, pero sólo la memoria de la paz nos puede transmitir la esperanza de que se trata de una meta alcanzable y no sólo una luz de bengala para los momentos de tristeza.