Solo en la literatura de calidad y en todas las manifestaciones del arte, los eufemismos son riqueza. En la cotidianidad, son ridiculeces.

Algunos ilusos creen que hablar como las personas de mayor poder, fama o notoriedad, les permitirá asumir también esos papeles sociales. Esta inclinación, por supuesto, es inconsciente y responde a la presión silenciosa de casi todos los grupos humanos (grandes o pequeños). Con ello, quizás algún frustrado aspire (de forma ilusa, claro) a cubrir esas carencias en el entorno, a destacarse como el funcionario aplaudido o a ser reconocido, como si fuera un reguetonero asediado por la mujeres y creador de las letras de unas canciones que borrarían la historia de la poesía. En definitiva: quien no cultiva un estilo propio está condenado a imitar las ridiculeces ajenas.

Por enésima vez: el lenguaje es el reflejo del pensamiento. Y si poco a poco se van adoptando los mismos estilos, las maneras iguales, los discursos repetidos y las apariencias unificadas, sin importar en casi todos los casos que ni siquiera se entiendan las ideas que se propagan, entonces el rebaño humano está creciendo, aunque cada borrego imagine que va por su propio rumbo: ¡beeee, beee…!

Es muy obvio que una persona sin los fundamentos intelectuales suficientes será más vulnerable a que se le inocule un cúmulo de términos en un orden específico, y sin que sepa a ciencia cierta cuál es la carga significativa que entrañan. Además, inclusive aprende de memoria definiciones encasilladas y va acumulando respuestas prefabricadas ante cualquier interrogante con el que pretendan remover sus “bases”. Esa actitud férrea, que rechaza cualquier postura distinta y sin la posibilidad de examinar argumentos razonados, es el germen indiscutible del fanatismo. Les aterra descubrirse equivocados.

Toda equivocación, sin embargo, cuando se es consciente de esta, es la semilla del conocimiento (junto con la vergüenza, dice un amigo). De ahí que la epistemología, la base de ese conocer, debe tener tal consistencia que todo pilote, ladrillo o columna que se fije en esta jamás pueda tambalear. En el terreno fangoso, en cambio, todo se hunde, todo se derrumba. Si las premisas (bases) están agrietadas, aparecen entonces las pompas de jabón, esas palabras que no requieren soporte alguno para sostenerse; flotan, pero jamás permiten un contacto porque en el instante desaparecen: son solo ilusiones.

Y cada quien dirá si algunos usos son afectados. Antes se informaba a alguien o se le enviaban datos, ahora dicen “te comparto”, como si cada uno fuera solo un objeto que se da a otros. No hace mucho tiempo, uno llamaba o escribía a alguien para mantener o iniciar cierta comunicación, pero hoy se necesita que “nos contactemos” o “contactarnos”. Años atrás se apostaba en los casinos, ahora “apuestan” cuando confían en un proyecto; a los eficientes les dicen “proactivos”, a los hechos contundentes y casi entrometidos en el dinamismo social les dicen “disruptivos”; al control o dominio sobre algo se le califica de “empoderamiento” y quien lo logra está “empoderado”.

Y para impresionar, o hacer el ridículo, en los informes, discursos o intervenciones públicas hay que incluir en el nuevo lenguaje (tan resistente como las pompas de jabón) las palabras “resiliencia”, “asertivo” (solo cuando alguien dice lo que uno quiere de manera oportuna y por conveniencia); también acuden al adjetivo “tóxico” o al verbo “recepcionar” (que significa recibir ondas de transmisión), que usan con un forzado significado. Eso sin haber citado “reinventarse”, como si lo inventado pudiera inventarse otra vez, y lo ordenan en la segunda persona (“debes reinventarte”), como si el papá y la mamá no se hubiesen encargado de ello. Por su parte, “repensar”, otra trillada y artificiosa palabra, solo guarda la intención de indicar que debe borrarse todo aquello que se ha creído hasta ahora, para formatear así las nuevas instrucciones en el pensamiento. Y con el calco del inglés (omitiendo preposiciones que sí deben usarse en español), aparecen traducciones chuecas como “debemos pensar una Colombia distinta”, que son replicadas por los amaestrados loros advenedizos: es necesario recordar que “pensar” es un verbo intransitivo en ese sentido; es una acción propia: “debemos pensar en una Colombia distinta”.

Otro truco es la ambigüedad de los “precios especiales”. ¿Qué querrán decir con “especial”?: “¿especialmente costoso?” ¿“Te doy un precio especial” se interpreta como “no te cobraré tanto”? Luego viene, “¿por qué no se prueba la prenda?”, en vez de “mídase la chaqueta, el pantalón, la camisa…”. En los establecimientos comerciales ya no se “paga”, sino que se “cancela”.

Cuando no se sabe lo que se está diciendo, por supuesto que no se está pensando. Por eso, solo en la literatura de calidad y en todas las formas de arte, los eufemismos son riqueza. En cambio, en la cotidianidad, son ridiculeces… ¡Y falsedades!

Con vuestro permiso.

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