El anhelo por saber: el para qué de la filosofía

S i algo es propio del ser humano, es el anhelo por saber. Lo explicitó Aristóteles, hace más de dos mil años: “Todos los hombres desean, por naturaleza, saber”. Lo reconoce la historia misma de la evolución, cuando sitúa esta especie única que es la humana, como la del Homo sapiens sapiens. Y lo significa la Philo-sophia: amor al saber.
Pues sí: nosotros, los humanos, deseamos saber. Y en la medida en la que vamos evidenciando el saber, vamos sintiendo y logrando plenitud.
Saber no significa solamente “conocer”. Saber es también el saber de la experiencia; y es también “saber hacer” (τέχνη), y también, “saber actuar”, πράξις, (saber comportarnos), y ¿por qué no?, “saber sentir”, (επιθυμώ), pero, por sobre todo: “saber que se sabe”: ξέρω ότι ξέρω
En este orden de ideas, el “ideal” de sabio es el ideal de quien integra en su centro vital todos estos distintos modos del saber. Y resalto: “ideal”, pues bien sabemos todos, también, que la sabiduría no se alcanza perfectamente nunca. Los humanos nos situamos en esa “tesitura”: deseamos el saber, alcanzamos algo de saber, y proseguimos, buscando más saber… y como también indicaba Sócrates, cuanto más sabemos, sabemos lo poco que sabemos… ¡Paradoja humana!
Entonces, justamente en esa paradoja se sitúa la filosofía. ¿Para qué filosofar? Yo diría: propiamente, para estar a la altura del ser humano. Y para mantener, en el temple justo, la conciencia social y cultural de que hemos de estar a la altura de nosotros mismos.
Ciertamente, sin desconocer que esa aspiración y ese deseo de saber no se sacia. No tiene término. Siempre va a ser más. Es expansivo. Y tiene una cierta dinámica vital, que me ha gustado entender como hábito (hexis), según la cual, lo sabido se mantiene y, desde allí, se prosigue.
Por ello, la filosofía, -como todo lo vital- tiene tiempos para sus distintas manifestaciones: tiempos de aparición novedosa, tiempos de germinación y de maduración, tiempos de cambio de ruta y, también, tiempos de envejecimiento y de caducidad y muerte.
Ahora bien, si seguimos la idea kuhniana de paradigma y de revolución científica, la filosofía (al igual que la ciencia) tiene tiempos de “normalización” de sus teorías y métodos, inscritos en un paradigma y tiempos de cambio. Con esto, adhiero a la tesis de que, en la búsqueda del saber, no hay unidireccionalidad y continuidad estricta, sino más bien cierta imprevisibilidad en su andar, con rutas no completamente predecibles de antemano.
Por tanto, en ese “andar a tientas”, durante los tiempos de “normalización”, la filosofía (tanto como la ciencia) parece correr riesgos, pues puede caer en cierta inercia o en el engaño de la razón, que se deja llevar más por los modelos y las teorías que por la realidad misma.
Sin embargo, pienso que los tiempos de cambio, de innovación, y de “creatividad” filosófica (a diferencia de los de la ciencia) vienen marcados no por la falsación o por la conciencia de insuficiencia de una teoría o grupo de teorías y métodos que acompañan al paradigma en vigencia, sino, en primera instancia, por la realidad misma, por eso hay que filosofar.
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