Un ritual a favor de la paz

Juan David Enciso, coordinador del Centro de Estudios en Educación para la Paz de la Facultad de Educación, relata su más reciente viaje con la Comisión de Justicia y Paz hasta donde vive una de las comunidades indígenas más afectadas por la violencia.

"Festival de la Memoria" en Jiguamiandó, Chocó

Viernes 17 de mayo. Un avión ligero de Satena, tipo Bandeirante, con capacidad para unas 40 personas, llegó a Apartadó hacia las 8:00 p. m. Desde el cielo, se reconoce a Urabá por los cultivos de plátano y banano, que cubren amplísimas extensiones.

Es una realidad con derivaciones económicas muy valiosas en diversos sectores de la población; pero es inevitable evocar el conflicto colombiano, sobre todo si el evento que me convoca es un festival de memoria histórica. De la “masacre de las bananeras” es muy poco lo que realmente se conoce; solo tenemos las referencias de los textos y los medios de comunicación, pero esta constituye un hito de nuestra vida nacional y de las luchas por reivindicar los derechos de los trabajadores y de las comunidades campesinas.

La expedición comenzó al día siguiente, a las 5:30 a. m. En una camioneta, se tomó el rumbo a la Zona Humanitaria Nueva Esperanza. En el trayecto aparecieron otros municipios asociados a la violencia: Carepa, Belén de Bajirá y Carmen del Darién.

Las zonas humanitarias son agrupaciones comunitarias que han acordado rechazar de modo formal a cualquier grupo armado, incluida la Fuerza Pública. Llama la atención que algunos de sus nombres reflejan un profundo sentido de fe e ilusión: Nueva Esperanza, Nueva Vida, Nueva Esperanza en Dios…

El viaje continuó en lancha, durante dos horas, hacia el resguardo embera So Bia Drua, con un significado similar: “El medio de las personas buenas”, donde la vegetación juega armónicamente con las viviendas palafíticas. Al llegar, las mujeres indígenas sobresalían por sus vestidos coloridos, por sus rostros pintados y porque la maestra las orientaba sobre temas relevantes para la comunidad. Más allá de eso, fue fácil apreciar que era un encuentro entre iguales: personas que discutían con los mismos gestos y se gastaban bromas, como las que se escuchan en Embarcadero o Punto Verde en nuestra Universidad. Ellas también afrontan los asuntos cotidianos, pero con la diferencia de que hablan sobre ciertas amenazas que vuelven a su territorio.

Aparte de las viviendas, algunas edificaciones están destinadas a las reuniones comunitarias; son semejantes a las sedes sociales de nuestros conjuntos residenciales, aunque entre ellos tienen un uso más cotidiano, mucho menos privado.

Al festival asisten afrodescendientes de la ribera del río Jiguamiandó, representantes de universidades, organizaciones sociales y la comunidad internacional. La Sabana está representada por el Centro de Estudios en Educación para la Paz, liderado por la Facultad de Educación. Todos tienen la ilusión de crear la Universidad de la Paz.

Esa tarde, se organizó una caminata al cementerio ancestral, ubicado en medio de un claro del bosque que invita al recogimiento. En algunos puntos, se apreciaba un tallo de flor roja que indicaba una sepultura. En uno de los actos rituales, todos miran al horizonte a través del marco de un retrato, como soñando con el momento de sepultar a sus familiares desaparecidos. De regreso, como parte de la conmemoración, los indígenas ofrecen un poco de chicha en varios puntos del camino: la vida se celebra, incluso en la memoria de los desaparecidos.

Cerca de las 6:00 p.m., todos se reunieron de nuevo en la sede comunitaria. Nuevos actos simbólicos: primero, una conversación sencilla sobre el significado y las impresiones que han causado cada uno de los momentos previos; luego, se replica el ejercicio de mirar al horizonte. El acto cultural culmina con música y danzas propias de los embera. Al día siguiente, domingo, cada uno retornará a su lugar de origen.

En definitiva, ¿cuál es el sentido del “Festival de las Memorias”? Habrá muchas opiniones, pero es evidente que se han fortalecido la cohesión y la esperanza, y se hace visible un territorio que tiene el riesgo latente de nuevas incursiones violentas. El aporte más grande fue para los visitantes: conocer en persona a quienes han vivido la violencia; sus luchas nutren los relatos de nuestra historia. Nos hace falta un inmenso esfuerzo educativo para reconocernos bajo una misma identidad.