Alejandro Aponte Cardona, Agresiones sexuales en conflicto armado. Criterios de interpretación y fórmulas de imputación, Bogotá, Grupo Editorial Ibáñez, Universidad de La Sabana, 2019

DOI: 10.5294/aidih.2020.1.1.13

Pablo D. Eiroa

Universidad de Buenos Aires

Universidad de San Andrés

pabloeiroa@derecho.uba.ar

La obra del profesor Alejandro Aponte aborda con admirable rigurosidad conceptual y claridad expositiva un tema complejo: los delitos de agresiones sexuales cometidas en el marco de un conflicto armado. En particular, como surge desde el comienzo de este encomiable trabajo, se trata, principalmente, de la elaboración de propuestas de interpretación normativa y fórmulas de imputación adecuadas para favorecer el proceso de transición a la paz y consolidación del Estado democrático de derecho en Colombia, por lo que en todo el desarrollo subyace una tesis fundamental: para que el sistema penal brinde un aporte útil a aquella transición, los hechos del conflicto colombiano, cuya solución pacífica es imperiosamente urgente, deben ser la fuente esencial de las figuras dogmáticas. En efecto, según el autor, la finalidad que la justicia penal debe perseguir en ese contexto es la construcción de relatos articulados que revelen lo ocurrido y, de ese modo, contribuyan a la implementación de garantías de no repetición, al reivindicar la dignidad de las víctimas y, especialmente en relación con las agresiones sexuales, al condenar los rasgos culturales atávicos, machistas y discriminatorios que se advierten en el estudio de los delitos de tal índole cometidos durante el conflicto en ese país.

La base de la obra se encuentra en el Capítulo I, dedicado al estudio del concepto de macrocriminalidad, y a la identificación de los desafíos que este fenómeno le impone al derecho penal desde la perspectiva del rol que debe cumplir en un contexto de transición. Si el conflicto colombiano –tal como otras experiencias dramáticas de distintas latitudes y momentos de la historia– se caracteriza por la violencia colectiva ejercida por aparatos criminales, tanto estatales como irregulares, es necesario repensar las categorías dogmáticas de un derecho penal que, en su concepción liberal, postula como principio fundamental la responsabilidad individual.

Por ello, el autor analiza con hondura los desarrollos teóricos que, sobre todo durante la década de los noventa del siglo pasado, en coincidencia con el extraordinario avance que comenzaba a experimentar por entonces el derecho penal internacional, se dedicaron a la búsqueda de una conceptualización rigurosa del fenómeno al que enfoca, esencialmente, esa rama del orden jurídico internacional. Desde esta parte de la obra queda claro, como se anticipa en la presentación (p. 27), que el estudio de las normas del derecho colombiano relacionadas con los crímenes internacionales[1] se realizará en permanente comparación con el derecho internacional humanitario (DIH) y el derecho penal internacional, no solo por los compromisos convencionales que debe observar el Estado colombiano, sino por el núcleo empírico común que comparten y que, como se ha dicho, debe nutrir la interpretación normativa adecuada para cumplir con el fin que el autor le atribuye al sistema penal en un contexto de transición.      

Se comprende entonces que, desde esa perspectiva, resulte innecesario, además de ilusorio, postular la persecución penal de todos los responsables de los crímenes ejecutados por los aparatos criminales del conflicto colombiano. Resulta ilusorio porque los acusados serían miles, de modo que la investigación y el juicio de todos ellos es un trabajo de imposible realización en tiempos razonables. Pero, sobre todo, es innecesario porque si el aporte que la justicia penal debe brindar al proceso de transición es la construcción de relatos articulados que permitan comprender la esencia del conflicto, basta con seleccionar los casos más representativos del funcionamiento y las características distintivas de aquellos aparatos. Además, perseguir casos que, por su escasa representatividad o gravedad, no permitan advertir los rasgos fundamentales del aparato responsable, ni la vinculación con este y su plan criminal, iría en desmedro del objetivo de la justicia penal en un proceso de transición.

En otras palabras, para contribuir a la comprensión de lo ocurrido y a la construcción de garantías de no repetición, la justicia penal debe concentrarse en los hechos que revelen más ampliamente el carácter sistemático y macrocriminal de los delitos cometidos. “Una sentencia contra un individuo solo tiene sentido –afirma Aponte– si ella constituye un mapa de la actuación del grupo” (p. 70), porque solo así se puede comprender la especificidad de los crímenes en cuestión y permitir incluso su prevención en el futuro (p. 65).

Ese criterio de representatividad para la necesaria selección de casos que, como surge de la obra que aquí se reseña, deben llevar a cabo los órganos de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), establecida en Colombia con base en el histórico acuerdo de cese al fuego entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (FARC-EP), de noviembre de 2016, encuentra apoyo, además, en la teoría de la “doble imputación”. Según ella, el hecho individual debe imputarse al “hecho total” del aparato, considerado como delito de sistema (pp. 70-71). No se trata de erradicar el principio liberal de la responsabilidad penal individual, sino de buscar alternativas para armonizarlo con una característica diferenciadora de los crímenes internacionales. En concreto, esos crímenes requieren un contexto de comisión como elemento típico que propicia el hallazgo de aquel “hecho total”, a partir del cual se puede atribuir responsabilidad penal, junto a los ejecutores de los hechos, a los líderes del aparato, es decir, a aquellos que han elaborado y dirigido sus planes y políticas, y a los terceros civiles que, como ha ocurrido en el caso colombiano, según informa Aponte (p. 79), los apoyaron con recursos pero permanecieron en la sombra de muchos de sus crímenes.

Es entonces necesario delimitar con precisión las fórmulas dogmáticas de imputación en tales supuestos, como la inducción, la autoría mediata por dominio de un aparato organizado de poder o la omisión del superior jerárquico de cumplir con sus deberes de supervisión y control de los subordinados a su mando. No por casualidad esta forma de imputación, como veremos, es objeto de un análisis profundo en la obra que aquí se reseña.

En suma, la representatividad, como criterio fundamental de priorización de casos, encuentra en la teoría de la doble imputación un instrumento de realización. Esa teoría obliga a concentrarse en los casos que permitan desvelar el plan criminal del aparato, su funcionamiento y las identidades y los roles de sus principales exponentes y sostenedores. Además –añade el autor– “permite desvincular de responsabilidad penal –más allá del delito base de rebelión o concierto para delinquir, según sea el caso– a los combatientes rasos de los grupos armados que no se destaquen especialmente por haber sido autores de crímenes con connotaciones de gravedad y representatividad” (pp. 78-79). Así se encaminaría el sistema penal hacia la consecución del fin que debe perseguir, de acuerdo con la tesis de Aponte, en el marco excepcional que representa la justicia de transición.    

El Capítulo II está dedicado al estudio de la normativa y la jurisprudencia internacional sobre actos de agresiones sexuales en conflicto armado, y a su comparación con la normativa colombiana en lo que se refiere, en particular, a las formas de imputación de esos delitos a los superiores jerárquicos cuando hubieran sido cometidos por sus subordinados.

Tras un primer capítulo caracterizado, como surge de lo dicho, por consideraciones profundas de índole sociológica, jurídica y política, en el segundo el autor exhibe un amplio abanico de conocimientos sobre la dogmática penal, sin desviar el foco de aquella tesis de fondo que atraviesa la obra.

En primer lugar, destaca el cambio advertido en el derecho internacional, en los últimos cuarenta años, en cuanto al bien jurídico protegido por los delitos de índole sexual y las formas de su protección. Actualmente se ha abandonado en el plano normativo internacional la concepción moral o religiosa de las agresiones sexuales, según la cual el objeto de protección es el honor de la mujer o la familia tradicional, y se reconoce que esas agresiones, en rigor, lesionan la libertad de decisión de la persona sobre su cuerpo y su sexualidad.

Un punto histórico central de ese cambio, de acuerdo con el autor, es la adopción en 1977 de los protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra, en tanto establecieron la prohibición de atentados contra la dignidad personal, la prostitución forzada y cualquier forma de atentado contra el pudor. En efecto, en esa prohibición cabe identificar, según Aponte, el tópico general de la dignidad, del que derivan todos los tipos actuales de agresiones sexuales que, como se expone con suma precisión en la obra, no se limitan a proteger a la mujer o la familia heterosexual, sino a todas las personas, en particular la autonomía de cada una para decidir sobre su orientación sexual y disponer libremente de su cuerpo. Por lo que también se dejan de lado concepciones biologistas o mecánicas de la sexualidad, lo que resulta fundamental para comprender las nuevas formas de protección en el derecho penal internacional.

La obra ofrece un análisis riguroso de las discusiones acerca de los elementos constitutivos del crimen de violación en la jurisprudencia de los tribunales ad hoc para la ex-Yugoslavia y Ruanda, y la problemática del concurso entre actos de agresiones sexuales y la tortura. Tras la aprobación del Estatuto de Roma en 1998, la autonomía de las primeras respecto de la tortura parece más clara, a raíz de la mayor precisión y variedad de los tipos penales, pese a lo cual, como se estudia en detalle en el Capítulo IV, todavía no está completamente aclarada la relación que existe, en todos los casos, entre tales figuras.

Como se ha dicho, es indudable la mayor precisión y variedad de los tipos de agresiones sexuales en el Estatuto de Roma respecto de los instrumentos precedentes de derecho penal internacional. En estos –recuerda Aponte– se encontraban penalizadas por disposiciones que prohibían ultrajes a la dignidad personal (como la violación y la prostitución forzada), la tortura, los tratos inhumanos, crueles o degradantes, la persecución y, en el marco del delito de genocidio, la lesión grave a la integridad física de los miembros de un grupo o medidas destinadas a impedir nacimientos en su seno. El Estatuto de Roma, en cambio, no solo prevé el tipo de violación, sino que lo define –lo que hasta su aprobación no había ocurrido en el plano internacional–, así como el crimen de esclavitud sexual, la prostitución forzada, el embarazado forzado y la esterilización forzada. A esas figuras añade las cláusulas residuales, previstas en la definición de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, de otras formas de violencia o abuso sexual, las que solo implícitamente aparecían sancionadas en sus antecedentes normativos, mediante algunas de las figuras mencionadas (pp. 128-143).

Esas cláusulas residuales parecen una excepción a la mayor precisión que, como se ha dicho, diferencia el tratamiento de los delitos de índole sexual en el Estatuto de Roma respecto de sus antecesores en el plano internacional, pues presentan elementos constitutivos, como el de la gravedad comparable con los otros delitos tipificados de naturaleza sexual (cf. pp. 137-138), con un significado valorativo antes que empírico.[2] En los capítulos III y IV, como veremos, el autor se ocupa puntillosamente de brindar elementos de interpretación para delimitar con la mayor precisión posible una cláusula similar prevista en el derecho colombiano, con la intención de garantizar el principio de legalidad. Este es uno de los méritos de la obra, entre tantos otros.

Lo que queda claro en los tipos sobre agresiones sexuales es que el elemento de la violencia, común a todos ellos, presupone la falta de consentimiento de la víctima, y la consiguiente afectación de su autonomía, de su libertad de elección y, en consecuencia, de su dignidad. Aunque –como aclara Aponte– “la fuerza física no es el factor preponderante que deba ser demostrado para la imputación del crimen” (p. 141), porque cabe presumir la imposibilidad de consentir libremente el acto de connotación sexual mediante la prueba de las circunstancias objetivas que lo rodearon.

El autor recalca ese aspecto central del tema que desarrolla incluso en otra parte más avanzada de la obra, referida específicamente al caso colombiano. Afirma que “tratándose de aparatos criminales, se ha constatado que la mera amenaza, en contextos de guerra, ha subyugado la voluntad de la víctima” (p. 328). Por ejemplo, en territorios sometidos por actores ilegales, cuando llegaron, en particular, a casas de campesinos alejadas y sin ninguna protección del Estado, la mera amenaza hizo que mujeres solas e indefensas no se opusieran a ser violadas con tal de salvar su vida.

Se cristaliza en esas consideraciones la coherencia de las partes de la obra, al advertirse la importancia que adquiere, para comprender aquella afirmación sobre la prueba de la falta de consentimiento, el análisis efectuado en el Capítulo I sobre la noción sociológica y jurídica de aparato criminal y de delitos de sistema, que integran el marco de referencia en el que debe ser valorada cada una de las tesis propuestas por el autor.

Lo mismo cabe apreciar en cuanto al extenso y pormenorizado tratamiento del tema particularmente álgido con el que se cierra el segundo capítulo: la responsabilidad del superior jerárquico por los crímenes sexuales cometidos por sus subordinados.

El autor aclara que con esa denominación se referirá a la responsabilidad indirecta por aquellos crímenes, es decir, la que deriva del incumplimiento del superior respecto a sus deberes de control de las fuerzas bajo su mando. Tras una exposición analítica de esa construcción dogmática y de su evolución desde el primer precedente de relevancia en el ámbito de los tribunales internacionales, hasta su regulación actual en el Estatuto de la Corte Penal Internacional y la sentencia más reciente de esta corte sobre la cuestión, el autor se concentra en el estudio de la normativa colombiana y su posible interpretación a la luz de los tratados y la jurisprudencia internacional.

Destaca la sanción, en el derecho interno, del Acto Legislativo 01 de 2017, de creación y regulación de la JEP, en el que se incorporó un artículo referido a la responsabilidad del superior de fuerzas de seguridad estatales, civiles y militares, que generó una “reacción negativa” en la comunidad internacional, ya que se aleja de las previsiones del derecho internacional al establecer condiciones más restrictivas para la aplicación de esa forma de responsabilidad (pp. 175-181).

Según el amplio análisis que desarrolla el autor sobre la normativa colombiana y su interpretación jurisprudencial, aun antes de la aprobación de aquel acto legislativo, acerca de la posibilidad de imputación de un delito de comisión por incumplimiento de los deberes de evitación del garante, el nuevo artículo aludido ni siquiera resulta necesario. Incluso vendría a generar una diferencia injustificada, por lo menos desde el punto de vista del derecho internacional, en el tratamiento legal que correspondería brindar al superior de una fuerza estatal y al de una guerrilla en el marco de la JEP.[3] Por ello, para resolver esas tensiones, Aponte propone un ejercicio hermenéutico que, sin afectar el principio de legalidad, logre armonizar las diversas normas relevantes de conformidad con la Constitución de su país.

El extenso análisis que dedica a esa forma particular de imputación es muy importante, al tener en cuenta que, como surge del Capítulo I y se verá más precisamente en el IV, las agresiones sexuales cometidas en un conflicto armado ya no pueden considerarse un delito de propia mano, como se consideraba tradicionalmente a la violación, con base en una interpretación ligada a concepciones biologistas o mecánicas de la sexualidad; y, por otro lado, la teoría de la doble imputación, vinculada con el objetivo que debe perseguir el derecho penal en un contexto de transición, predica que el Estado o una organización armada irregular, como eventual sustituto de aquel en un cierto territorio que domina de hecho, resultan sujetos de imputación per se en casos de conflictos armados internos, a raíz de sus posiciones de garantes de la vida y la integridad de los no combatientes y de quienes se han rendido o han sido tomados como prisioneros.

Otra vez, como deriva de lo dicho, se advierte en esta parte de la obra su unidad conceptual, el despliegue de sus partes según el orden preestablecido y el regreso constante a la tesis formulada al principio, en la que se apoya todo el andamiaje teórico.

En el Capítulo III se estudia detalladamente la estructura general de los tipos penales del derecho interno colombiano referidos a las agresiones sexuales en conflicto armado, y se profundiza sobre la violación, en tanto –como escribe el autor– se trata de la figura que “inaugura” otros tipos de agresiones que infringen el DIH, además de ser la primera de la que se ha ocupado ese derecho (pp. 239-240). El resto de los delitos de índole sexual previstos en el derecho colombiano se analizan en el capítulo final.

El autor aclara que un amplio conjunto de tales delitos, al haber sido incorporados al orden jurídico interno en 2014, no puede justificar el enjuiciamiento de la gran mayoría de los hechos, al haber sido cometidos con anterioridad. Otras tantas agresiones sexuales habrían tenido lugar, incluso, antes de la aprobación del Código Penal de 2000 (p. 240), por lo que el análisis no se limita a la normativa actual, sino que se extiende hasta aquella contenida en el código de 1980.

No hay que dejarse tentar –según surge de la posición de Aponte– con la idea de que la aplicación retroactiva de las nuevas normas cerraría las puertas a la posible impunidad por crímenes tan atroces, porque habría que pagar el altísimo costo de la pérdida de legitimidad del derecho penal, al negarse un principio basilar del Estado liberal, como lo es el de legalidad. Además, ello ni siquiera sería necesario, pues “si el papel del derecho penal en lógica transicional, está más ligado a la construcción de relatos articulados que denuncien efectivamente lo ocurrido, el acento estará en la reconstrucción y narración de los hechos” (p. 242).

Así como en el ámbito jurídico internacional, estudiado en el Capítulo II, el núcleo de protección en los tipos del derecho interno es la decisión sobre la sexualidad que debe adoptar libremente todo ser humano, y la igual dignidad que debe reconocerse a cada uno, independientemente de cuál sea esa decisión. Entonces, quedan excluidas de tal núcleo las concepciones culturales, morales o religiosas, el honor de la mujer o la familia, la virginidad o cualquier otro valor o interés que antaño se consideraban dignos de protección mediante estas figuras penales.

Esa tesis es fundamental para adjudicarle un contenido más preciso a la cláusula abierta y residual del artículo 139 del Código Penal colombiano, que se refiere a los actos sexuales violentos en persona protegida “diversos al acceso carnal”, y para la interpretación de todas las demás normas que tipifican los delitos en cuestión. Sin esa tesis, en efecto, no se podría comprender, por ejemplo, por qué el autor incluye, dentro del conjunto de los tantos casos de agresiones sexuales cometidas durante el conflicto colombiano que se ilustran en la obra, aquel conocido como el “Caso del Alto de Julio”. Según informa Aponte, en el municipio de San Onofre, donde la población se encontraba sometida al dominio de grupos paramilitares, un grupo de jóvenes homosexuales, por su condición de tales, fueron obligados a realizar entre ellos combates boxísticos en público, mientras que los presentes en el lugar bebían, comían y se burlaban de ellos. Se trató, en suma, de un espectáculo lamentable, dirigido a humillar a aquellos jóvenes por su orientación sexual, que fue posible, además, mediante el uso de violencia, lo que lesionó claramente, según el autor, el núcleo de protección mencionado (pp. 245-249 y 287-288).

Los demás temas abordados sobre la estructura en general de los delitos de agresiones sexuales en conflicto armado son también tan decisivos como complejos: los criterios para afirmar la existencia de un conflicto de esa índole; la distinción entre conflicto internacional e interno; el nexo de causalidad entre el conflicto y el crimen de agresión sexual, pues la mera existencia del conflicto no basta para considerar este crimen como lesivo del DIH; la definición de los sujetos activo y pasivo. El desarrollo de cada uno de esos temas se realiza, como se observa en el resto de la obra, a la luz del derecho penal internacional y del DIH, por lo que si bien el libro se concentra en la transición colombiana, resulta de interés incluso para quien se ocupe de estudiar aquellas disciplinas más allá de su aplicación a ese ámbito específico.

El capítulo concluye con un puntilloso estudio del tipo de violación. A las consideraciones clarificadoras sobre el alcance de los verbos rectores y las formas de comisión, se añaden los conceptos ya aludidos, fundamentales, acerca de la violencia que caracteriza ese delito, y su particular significado en el marco de un conflicto armado, que impide vincularla exclusivamente con la idea de fuerza física.

El último capítulo (IV), como se ha adelantado, presenta un abordaje integral de las otras formas de agresión sexual en conflicto armado, previstas en el derecho colombiano, y, en la parte final, consideraciones esenciales acerca de los grados de intervención punible en delitos de esa clase.

La primera figura analizada es la descrita en la cláusula abierta y residual, ya mencionada, del artículo 139 del Código Penal. Aponte admite que “el espectro de posibilidades diferentes al acceso carnal es enorme” (p. 346), por lo que su esfuerzo teórico se dirige a delimitar con la mayor precisión posible ese espectro mediante una propuesta concreta de interpretación, funcional a la salvaguarda del principio de legalidad penal, pero también a la consecución del objetivo que le atribuye al derecho penal en un contexto de transición.

La tesis central es que la tipificación actual de las agresiones sexuales, de acuerdo con la experiencia trágica del conflicto colombiano que incide en su contenido e interpretación, no busca prohibir solo aquellas conductas en que la sexualidad es explícita, sino también las manifestaciones de ejercicio de poder sobre la autonomía sexual y el cuerpo del otro. En el desarrollo de este tema, tal como se observa en otras partes de la obra, el recurso permanente a los ejemplos prácticos, algunos sometidos a la jurisdicción penal y otros documentados en publicaciones de índole histórica, resulta sumamente revelador de lo que se pretende sostener.

Como se advierte, el factor sociológico aparece también en esta parte del libro como un aspecto central, al asumir el rol, anticipado por el autor desde la presentación de la obra, de moldeador del sistema jurídico, para que este contribuya a la consolidación del Estado democrático de derecho en Colombia, mediante la previsión de delitos y criterios de imputación que permitan la construcción de relatos útiles para reivindicar a las víctimas y favorecer la elaboración de medidas de no repetición.

La propuesta de interpretación del artículo 139 es muy importante, porque los delitos de agresiones sexuales distintas a la violación fueron incorporados a la legislación penal en 2014, de modo que los hechos cometidos con anterioridad, y que se subsumen en esos tipos penales, deberían ser imputados, según Aponte, con base en aquel artículo (p. 352). En concreto, el autor se refiere al embarazo forzado, la esterilización forzada, la prostitución forzada, la esclavitud sexual y el matrimonio servil, figuras de la legislación interna que aborda bajo la óptica de la normativa y la jurisprudencia internacional y local, tal como en los capítulos anteriores.

La obra concluye con el análisis del difícil problema de los concursos entre los delitos de agresiones sexuales y otros que, en mayor o menor medida, pueden superponerse a ellos, como la tortura y las lesiones graves; y una propuesta precisa acerca de las formas de intervención punible que, en la opinión del autor, exigen ser aplicadas en estos casos.

En ese último aspecto se aprecia otra vez, en toda su magnitud, la tesis transversal a toda la obra, pues la posición sostenida es que resulta necesario, a los fines de la transición colombiana, enriquecer la dogmática tradicional de la intervención punible mediante “elementos sociológicos, con esquemas de reducción de complejidad, como lo son las estrategias de priorización y selección; con base en el hecho fáctico central de que se trata de aparatos macrocriminales” (p. 404), lo que debe impactar especialmente, según Aponte, en los modelos de autoría que se establezcan para atribuir responsabilidad.

En ese sentido, mediante una argumentación sólida, descarta la calificación de los delitos de agresiones sexuales como “de propia mano”, en tanto es una calificación incapaz de dar cuenta de los hechos cometidos por aquellos aparatos; pero, en cualquier caso, explica también por qué, de acuerdo con la más reconocida doctrina, ni siquiera las agresiones sexuales cometidas fuera de un conflicto armado deberían ser calificadas como tales. En síntesis, al tener en cuenta que el contacto físico ya no sería un requisito necesario para los tipos de agresiones sexuales, de acuerdo con el núcleo de protección ya señalado, el autor ofrece un desarrollo coherente y sin fisuras sobre la pertinencia de imputarlos a los líderes o dirigentes de las fuerzas armadas militares o irregulares mediante figuras dogmáticas como la coautoría y la autoría mediata por dominio de un aparato organizado de poder.

Con el tratamiento de ese tema se cierra el recorrido, por el cual autor ha transitado por más de diez de años, no solo reflexionando en soledad sobre sus aspectos teóricos, sino también –como él lo señala– “de la mano de los más diversos funcionarios, fiscales, jueces, procuradores y, entre ellos y más actual, magistrados y funcionarios de la [Jurisdicción Especial para la Paz]”, con quienes ha compartido sus angustias y dilemas (pp. 31-33 y 421), aunque –cabe añadir– sin perder nunca en este libro la capacidad de análisis del jurista fino, la seriedad del estudioso que no se deja encandilar por el brillo de las fórmulas y escudriña en sus intersticios, la virtud de comprender y destacar la gravedad de los hechos y la necesidad de reivindicar la dignidad de las víctimas, sin montarse en discursos punitivistas que pueden redituar favores personales en lo inmediato, pero contribuyen a degradar los pilares del derecho penal liberal y, en consecuencia, del Estado democrático de derecho.[4]

En suma, creo que quienes han acompañado a Aponte en su camino estarán sumamente satisfechos al reencontrarse con él en el sobresaliente punto de llegada constituido por su obra, con la que ellos, y los demás interesados en la transición colombiana desde el punto de vista jurídico, político, sociológico y filosófico, podrán disentir o concordar, pero nunca ignorar.

 


[1] La denominación de “crímenes internacionales” se utiliza en esta reseña para hacer referencia a los crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio, al tener en cuenta que las agresiones sexuales pueden ser calificadas como tales según el contexto de su comisión (arts. 6, 7 y 8 del Estatuto de la Corte Penal Internacional). Sin embargo, en el marco de la obra bajo análisis, la categoría que más interesa es la de los crímenes de guerra, dado que la mayoría de las agresiones sexuales sometidas a la jurisdicción colombiana se subsumen en ese tipo penal (pp. 28, 77, 107-108, 132 y passim).

[2] En cuanto a la distinción entre términos dotados de significado empírico y términos dotados de significado valorativo, remito a L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez y otros, 2000, pp. 117-124.

[3] Como señala el autor, en el derecho penal internacional actual, en particular en el artículo 28 del Estatuto de Roma, se establece la misma responsabilidad del superior, bien sea de fuerzas armadas regulares como irregulares, aunque existe una diferencia en lo que respecta al superior no militar, referida al elemento subjetivo del tipo (pp. 132, 145-147 y passim). Sobre la distinción en la norma citada entre superiores militares y no militares, ver A. Garrocho Salcedo, La responsabilidad del superior por omisión en derecho penal internacional, Navarra, Aranzadi, 2016, cap. III.

[4] A ese respecto ver, entre otros, D. Pastor, “La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigio actual de los derechos humanos”, en Nueva Doctrina Penal 1 (2005), pp. 73-114; y el conjunto de ensayos publicados en D. Pastor (dir.), N. Guzmán (coord.), Neopunitivismo y neoinquisición. Un análisis de políticas y prácticas penales violatorias de los derechos fundamentales del imputado, Buenos Aires, Ad-Hoc, 2008.