El virus de la corrupción

Cristian López, profesor de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas.

La corrupción, al igual que un virus, se propaga rápidamente en todas las esferas de acción. Su fuente para la supervivencia son las mentes y los corazones que, embriagados de deseo, desean más deseos. La clave para su diseminación es, entonces, el deseo que se desea a sí mismo en un bucle al infinito. Esta escueta descripción de un problema tan urgente en la actualidad, bien podría parecer “cómplice” de la corrupción misma, dada su simplicidad. Incluso uno podría afirmar, ciñéndose a ella, que este “tipo” de virus es la ilustración de la condición humana a lo largo de su historia.

Un argumento que valida la anterior afirmación es el escándalo acaecido en Perú a propósito del caso “vacunagate”: cientos de funcionarios se vacunaron en secreto, previo a la fecha oficial para la vacunación masiva contra el coronavirus. Se trata, efectivamente, de un argumento contundente en tanto desmantela las esperanzas ingenuas de una total erradicación del fenómeno de la corrupción; más aún: pareciera que prevaleciera la versión mezquina y egoísta de la condición humana; peor aún: pareciera que la muerte de la corrupción fuese simultánea con la extinción de la humanidad.

Pareciera que prevaleciera la versión mezquina y egoísta de la condición humana; peor aún: pareciera que la muerte de la corrupción fuese simultánea con la extinción de la humanidad.

El ser humano, empero, es el único animal de la Tierra que no se conforma con nada. Por eso se pregunta, en este caso apremiante, por qué hay gente tan deshonesta; pues la deshonestidad es la perversión misma del espíritu que luego degenera en corrupción. La respuesta sencilla que aquí se propone es de naturaleza utilitarista, específicamente de la mano del pensador Jeremy Bentham. Él, en su obra Principios de legislación, dice que las ideas, los juicios y las determinaciones de la vida del ser humano yacen bajo el imperio del placer y del dolor. “Bueno” es, por lo tanto, lo que a uno le genere placer; “malo”, aquello que cause dolor.

Dado el anterior panorama explicativo, se comprende por qué la corrupción es tan contagiosa —tanto o más que el coronavirus—. En efecto, mientras el ser humano ubique su “propia” felicidad dentro de los márgenes del imperio del placer y del dolor, jamás será capaz de vacunarse contra este mal acérrimo; esto es, mientras sea “egoísta” y no le importe privilegiar su “bien” a partir del “mal” del otro. ¿Existe realmente una vacuna capaz de resistir a ultranza a la corrupción? Afortunadamente la hay: “Obra siempre bajo el imperio de la razón práctica y no bajo el del dolor y el placer”. Esta sería la vacuna del filósofo. Para adquirirla, es necesario que el ser humano abandone su egoísmo y ubique su felicidad en lo “conveniente para todos”. Un buen comienzo podría ser la adquisición de esta vacuna por parte de los altos mandos gubernamentales y el personal médico.