El otoño democrático

Si hoy en el Día Internacional de la Democracia se presentara un mapa como el de la organización Freedom House que mide las libertades básicas del sistema, encontraríamos un panorama desolador. La foto del año 2020 no es la mejor para la democracia porque las políticas frente a la pandemia restringieron el ejercicio libre de la economía, la religión, la locomoción, la asociación, la reunión, etc. Está claro que los gobiernos tienen facultades excepcionales para limitar las libertades -más allá de lo propiamente democrático- cuando hay situaciones límite como la del SARS-CoV-2 y por eso las medidas son temporales, lo que no está claro es que la lógica que subyace a estas medidas se acabe con la pandemia.  

El paternalismo de la salud pública ya se había estado fortaleciendo desde hace décadas sin necesidad de la Covid-19. A la regulación del consumo de tabaco se ha ido sumando la guerra contra la sal, el azúcar o las grasas, robusteciendo ese “nanny state” que regula los hábitos de consumo de los individuos y las familias. Así, el liberalismo promete la neutralidad moral del Estado para garantizar la autonomía de las personas y sus modos de vida, pero ha reemplazado la imposición de un modelo de “vida buena” por el de un modelo de “vida sana”. Esto ha justificado la regulación de la vida de todos hasta en lo que comemos. Ahora, con la experiencia de la pandemia, los hábitos que se consideran un peligro para la salud pública estarán aún más restringidos, habrá mayor vigilancia y control de los comportamientos de riesgo.  

A la amenaza del “nanny state” se suma el poco aprecio que tienen las nuevas generaciones por las libertades. Lejos de expresarse con claridad contra las medidas restrictivas de los gobiernos en las cuarentenas y rechazar el Estado niñera, los jóvenes se han mostrado condescendientes y hasta agradecidos con propuestas tan espeluznantes como la de una “Bogotá Cuidadora”. Además, están dispuestos a darle más poder al Estado para que restrinja también la libertad de expresión, pues descreen de sus bondades como lo explica la edición de junio de 2016 de The Economist. De este desprecio por el derecho fundamental a expresarse, se derivan fenómenos como el “cancel culture”, los “safe spaces”, los “trigger warnings”, las leyes antidiscriminación excesivas y otros fenómenos que amenazan la democracia al interior de sociedades libres y abiertas. Muchos jóvenes piden hoy Estados hipertrofiados que los cuiden de las enfermedades, de las ofensas, del deterioro ambiental y que les garanticen una robusta oferta de prestaciones sociales.  

En ese mismo escenario en el que parecían florecer las libertades con las primaveras democráticas de un lejano 1989, hoy hay nuevas tensiones e inconformismos que evidencian una desconexión de las élites políticas frente a una ciudadanía que acumula demandas diversas y desarticuladas, expresadas de forma confusa en estallidos de ira en las calles, mientras que el populismo toma un nuevo aire.

Así mismo surgen democracias iliberales, particularmente en Europa, muchas veces como consecuencia de instituciones regionales e internacionales que buscan la integración de las naciones, pero que han resultado ser burocracias soberbias y oscuras que no puede ser comprendidas por la ciudadanía y alimentan sentimientos nacionalistas. Por otra parte, las redes sociales no han ayudado a un mejor diálogo y un mayor flujo de información plural que alivien la radicalización, pues son cajas resonancia en las que alimentamos y fortalecemos nuestras viejas convicciones, gracias a la selección que hacemos de nuestras fuentes, pero también a las recomendaciones personalizadas de contenidos.  

En este panorama democrático América Latina no es hoy la región de la esperanza.  En el informe de 2018 de Latinobarómetro se observa que menos de la mitad de los jóvenes ven la democracia como una opción preferible a otras y la preferencia por el autoritarismo crece a medida que disminuye la edad de los encuestados. Son cifras preocupantes en la región en donde se han dado grandes retrocesos de la democracia por el regreso del socialismo a Venezuela y Nicaragua, y por la persistencia de la dictadura en Cuba en donde a pesar de la apertura a los negocios con los grandes capitalistas, el régimen sigue siendo políticamente inflexible.

Esta no es una reflexión optimista, pero tampoco se quiere anunciar el fin de la democracia. Es más un otoño que una primavera, pero no es un duro invierno.

Y si en Occidente el panorama no es alentador, fuera de allí no se observan en el horizonte olas de democratización. La “primavera árabe” fue una falsa promesa con excepción de Túnez, por el contrario, el mundo islámico ha acelerado su deriva autoritaria como lo demuestra el fin del proyecto de una Turquía democrática a manos de Erdogan. Y si nos movemos más hacia el oriente nos encontramos con la Rusia de Putin que envenena opositores y controla todos los poderes, una amenazante China que lejos de avanzar hacia la democracia busca extender su autoritarismo a Hong Kong, o esa Filipinas que con Duterte renunció al sueño democrático.  

Esta no es una reflexión optimista, pero tampoco se quiere anunciar el fin de la democracia. Es más un otoño que una primavera, pero no es un duro invierno. Un dramático desenlace está muy lejos y aún están firmes los principios, recursos, mecanismos y estrategias para seguir en defensa de ese modelo que debe ser repensado para que sobreviva. El principal desafío en esa tarea de largo plazo está en persuadir a los jóvenes que no están entusiasmados con la democracia y las libertades, porque los mayores que enfrentaron los totalitarismos del s. XX, no estarán acá siempre para defender el mundo libre.