Por Ronald Forero Álvarez, filólogo y profesor de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas

En el Imperio romano, los gladiadores tenían tanta fama como la que ahora gozan James, Messi o Cristiano Ronaldo.

¿La razón? El valor que demostraban estos luchadores al pisar la arena de los anfiteatros, pues debían comparecer ante miles de espectadores sedientos de sangre que les gritaban: “¡Mátalo, azótalo, quémalo! ¡Por qué corre tan cobarde hacia la espada! ¡Por qué lo mata con tan poca violencia! ¡Por qué muere con tan poco ánimo!” (Séneca, Epístolas morales a Lucilio, I.7.5.4-7). Pero también por su notable físico —forjado por el exigente entrenamiento diario—, el cual se exhibía en cada enfrentamiento, tal como lo hacen los futbolistas de hoy cuando logran anotaciones decisivas o memorables.

Tal era su éxito entre las romanas que Epia, la mujer de un senador, abandonó a su esposo y a sus hijos para ir detrás de Sergio, un gladiador lleno de cicatrices y deformaciones al que su profesión lo hacía ver como un Jacinto, pues era el hierro lo que amaban (Juvenal, Sátiras, 6.104-112). No era para menos. Lograr varias victorias en uno de los espectáculos más sangrientos de la antigüedad era como ganar un botín o un Balón de Oro, dado que los enfrentamientos no solo eran contra otros gladiadores, sino también contra animales salvajes como leones, osos y tigres.

La afición del pueblo romano fue tan grande que incluso emperadores saltaron a la arena para mostrar a su pueblo su valentía. Generalmente, los gladiadores eran esclavos o condenados a muerte; pero, a medida que el espectáculo iba ganando popularidad, ciudadanos pobres y extranjeros encontraban en este peligroso juego un oficio que les proporcionaba un plato de comida diario, un techo y una última oportunidad para alcanzar fama y fortuna —a las que aspiran muchos futbolistas de origen humilde—. Las escuelas de gladiadores, sin embrago, eran las más duras de la antigüedad y el aspirante debía estar dispuesto a padecer todo tipo de vejaciones.

Estas derrotas provocan (…) las lágrimas de los jugadores, quienes, cabizbajos, se retiran de la arena y esperan otra oportunidad para tomar venganza de sus rivales, como “el gladiador herido que jura dejar la batalla, pero que luego toma sus armas de nuevo olvidándose de sus viejas heridas”.

También hubo gladiadores de élite que —como las superestrellas actuales— firmaron cuantiosos contratos y lucharon pocas veces al año; sus actuaciones se esperaban con impaciencia, como si se tratara de la final de la Champions League o de la Copa del Mundo. Las mujeres que participaban eran un espectáculo raro y exótico, como las llamadas Amazonas, apelativo otorgado a las gladiadoras que con fiereza lucharon entre sí en el año 89 d. C. 

El espectáculo era patrocinado por el emperador o un ciudadano acaudalado, tras obtener un permiso especial. El objetivo era celebrar un acontecimiento notable, entretener al pueblo romano o favorecer aspiraciones políticas —de ahí la conocida expresión de Juvenal “panem et circenses” (pan y circo) (Sátiras, 10.81)—. El evento podía prolongarse por varios días, tal como sucedió en la celebración de Trajano por su victoria sobre los dacios (108-109 d. C.), la cual duró cerca de 123 días y en la que murieron 10.000 gladiadores y 11.000 bestias.

Otro tipo de espectáculos mortales del agrado de los romanos eran las naumaquias, representaciones de batallas navales famosas. Tal vez la más célebre fue la del lago Fucino, organizada por el emperador Claudio, en la que los participantes —condenados a muerte, no gladiadores como comúnmente se cree— pronunciaron como despedida: “Have Cáesar, morituri te salútant” (¡Ave, César, los que van a morir te saludan!) (Suetonio, Vida de los doce Césares, Claudio, 21.6.6).

Hoy, nuestros futbolistas no se juegan la vida en cada enfrentamiento, pero sí el éxito y la estabilidad de sus carreras. 

Se les alaba cuando logran gestas inesperadas, como la alcanzada recientemente por la Roma, que venció 3-0 al Barcelona en el partido de vuelta de la Champions League a pocos metros del Anfiteatro Flavio —una remontada propia de gladiadores, puesto que había perdido 4-1 en el partido de ida—. A un Barcelona que en la misma competición apenas un año antes había desafiado todos los pronósticos al vencer al Paris Saint-Germain 6-1, luego de haber perdido estrepitosamente 4-0 en el partido de ida. Estas derrotas provocan el desprecio e insultos de los hinchas y la tristeza y las lágrimas de los jugadores, quienes, cabizbajos, se retiran de la arena y esperan otra oportunidad para tomar venganza de sus rivales, como “el gladiador herido que jura dejar la batalla, pero que luego toma sus armas de nuevo olvidándose de sus viejas heridas” (Ovidio, Pónticas, 1.5.37-38).