Cada cuatro años, millones de aficionados al fútbol fijan su atención en un evento de magnitudes planetarias: el Mundial. Masas de espectadores se agolpan en plazas, calles y esquinas para deleitarse con los amagues, las fintas y los “lujos” de los deportistas de mayor resonancia global. Masas de anhelantes hinchas se descamisan porque un árbitro omitió pitar un penal o se infartan cuando al guardameta de su escuadra se le filtra un balón por las piernas y tiene dirección de gol. Claro, esas emociones las pueden producir otros deportes, pero salvo si no están reunidos en los Juegos Olímpicos, el único que las capta a escala global es el fútbol.

El Mundial de la Fédération Internationale de Football Association (FIFA) es un evento geopolítico ante todo. Desde la adjudicación de la sede hasta que el campeón se yergue con el trofeo, es un fenómeno de la geopolítica del entretenimiento, del capital (como si pudieran desligarse), de la urbanización y hasta del crimen. Los gobiernos saben que para darse un baño de popularidad y prestigio internacional deben, sí o sí, atribuirse la empresa de recibir a nacionales de 32 países, con todo su esplender folclórico y sus ansias de consumo, para que vean a 22 jugadores “detrás de un simple balón”.

Es un evento que remarca las desigualdades en la reproducción del capital, pero que, a su vez, permite que por 90 minutos los de “abajo” sometan a los de “arriba”.

Vladimir Putin entendió el impulso que le imprimiría a su proyecto geopolítico contrahegemónico organizar semejante evento deportivo. En la lógica de la estructuración internacional de un norte (dominante) y un sur (dominado) Estados Unidos ya había hecho el de 1994; Alemania los de 1974 y 2006; Inglaterra el de 1966; Francia los de 1938 y 1998; e Italia los de 1934 y 1990. Hasta México (1970), Chile (1962), Uruguay (1930) y Argentina (1978) figuran en tan selecto grupo. Pero Rusia, la imperial Rusia o la todopoderosa Unión Soviética, no. Como no se ha podido ganar el Mundial, presintió Putin, es mejor hacerlo. Y así fue. 

Tras un balón se definen el lugar y la magnitud de los países en la diplomacia deportiva. Es una competencia por la atracción del capital deportivo, televisivo, publicitario, hotelero, alimenticio y logístico. Claro que también por el capital de las redes de prostitución, de la informalidad laboral (que raya en la esclavitud), del narcotráfico y del contrabando. Ante todo, es una competencia. Una competencia por cuál sede erige los estadios más imponentes, más modernos y más emblemáticos. Es una lucha por demostrar, mientras 32 naciones se

concentran en lujosos hoteles con el fin de planear estrategias que lleven a “un simple gol” y humillen a su rival, cuál país se abre campo en la cerrada élite del fútbol mundial.

Es un combate político que determina los destinos de pueblos y naciones, que flexibiliza los requisitos migratorios para los ciudadanos de naciones desarrolladas y al menos deja entrar a los de las no tan desarrolladas, camuflado todo en un pitazo inicial y uno final que resuelve en 90 minutos años de preparación técnica y de anhelos allende de las fronteras de la sede. No solo el Mundial contiene una feroz, pero no bélica, confrontación política. Aunque también. Con fútbol se han ido a las armas en Centroamérica, se han amistado pueblos en África y Asia, se han celebrado transiciones políticas y procesos de paz en la Europa balcánica y se han desatado pogromos gracias a odios raciales y étnicos solapados por la historia y la inquina humana.

El Mundial es un fermento político. Allí se cocinan el racismo, también la hospitalidad;la xenofobia, pero también, a su modo, la tolerancia hasta que se pierde al minuto 90; la discriminación, pero también la pluralidad hasta que el “infiel” hace gol para Inglaterra o Francia; la dominación más severa y excluyente del capital especulador, pero también las oportunidades de empleo temporal para millones de víctimas de la globalización; etcétera. Un largo etcétera que combina dicotomías políticas, económicas, geopolíticas y sociales que solo conocen unos pocos países del sur (sometido, pero dueño y señor de los trofeos) y del norte (que somete, pero es amo del capital del entretenimiento).

Si bien Putin entendió la dinámica geopolítica del Mundial de Fútbol, sabe bien que es uno de los pocos escenarios donde los del “tercer mundo” desnudan la humanidad de los del “primer mundo” con gambetas y regates de jugadores nacidos en las excolonias británicas, portuguesas, españolas o francesas. Es un evento que remarca las desigualdades en la reproducción del capital, pero que, a su vez, permite que por 90 minutos los de “abajo” sometan a los de “arriba” alzando la Copa Mundial. Una linda igualdad en la desigualdad envuelta en un simple balón.