¡Somos palabra!

Por Mónica Montes Betancourt, jefe del Departamento de Lingüística, Literatura y Filología de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas.

 

E n Cien años de soledad, invadidos por la peste del olvido, José Arcadio Buendía pone en práctica el método que le ha enseñado su hijo Aureliano: “[…] con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola”. Y para recordar la utilidad de las cosas que también se diluían en su memoria, colgó letreros, tal como el que puso en la cerviz de la vaca: “esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclar con el café y hacer café con leche”. José Arcadio retiene así una realidad que le resulta huidiza y funda de nuevo un mundo que se escapaba de sus manos.

Las palabras pueden cohesionar, contribuir en la consecución de proyectos comunes para evolucionar juntos o, en cambio, erigir muros insalvables y dolorosos entre unos y otros.

Este imaginario macondiano pone de relieve el poder de las palabras, del lenguaje, en tanto que establece convenciones que ordenan la vida y configura relatos que devuelven el sentido primordial. En sintonía, George Steiner define la gramática como “organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia”, al tiempo que liga indisolublemente el desarrollo de la conciencia con el nacimiento del lenguaje. Desde su perspectiva, todos los caminos para nombrar el principio y también todo acto de creación se fraguan, en primera instancia, desde el lenguaje; tal es su poder (Gramáticas de la creación, 1990).

El lenguaje conjuga así los dominios del presente y de su historia, y las posibilidades que ofrecen los comienzos con la impronta de un legado y de una normativa. Es así como cada palabra a la que le imprimimos nuestra personalidad cuando la decimos o la escribimos nos cuenta, al mismo tiempo, un recorrido de millones de repeticiones que están impresas en su sentido y en su evolución. En estos términos, nuestra libertad de expresión nace, paradójicamente, de una norma que asegura que los demás puedan comprender lo que decimos.

En La lengua como libertad (1982), el filólogo Manuel Alvar sostiene que “Se ha hablado de la lengua como cárcel o de la lengua como libertad [...] La lengua es el molde que nos limita pero es, también, el cofre donde generaciones y generaciones guardaron sus experiencias para que nosotros podamos disponer de ellas en cualquier momento”.

El lenguaje, en tanto sistema armonioso que vincula el acervo normativo de la lengua con la singularidad creativa del habla, configura los modos específicos de la cultura y de la identidad. En efecto, la historia de un país se refleja en el desarrollo de sus discursos esenciales, en las palabras y en los matices que lo distinguen.

Somos lo que decimos y cómo lo decimos. Aquellas cosas que repetimos revelan con nitidez nuestras búsquedas, anhelos y temores. Es por eso por lo que las palabras pueden cohesionar, contribuir en la consecución de proyectos comunes para evolucionar juntos o, en cambio, erigir muros insalvables y dolorosos entre unos y otros.