Trabajar en la Universidad: "la mejor decisión de vida que he tomado"

Por Álvaro Mendoza Ramírez, profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, y exrector de la Universidad.

 

Hoy en día, me parece increíble cumplir 25 años de trabajo en la Universidad; años inolvidables y plenos de muy gratas experiencias. Cuando me vinculé laboralmente en el año 1995, con el propósito de servir únicamente un período rectoral de tres años, jamás pensé que llegaría a una cota de antigüedad como esta que ahora se conmemora.

Con este motivo, creo que vale la pena presentarles algunas anécdotas de mi trabajo en la Universidad, aunque tendría muchas otras para contar:

Ante todo, siendo miembro del Consejo Superior, me tropecé en una ocasión con un antiguo conocido de mis peripecias de banquero, corredor muy importante de finca raíz, a la salida de una misa en mi parroquia. Cuando nos saludamos, él me abordó para ofrecerme para la Universidad un terreno rural contiguo a la estación de La Caro, el cual su propietario, habiendo sufrido el secuestro de una hija y estando muy amenazado por contar con amplios medios de fortuna, estaba vendiendo en muy buenas condiciones para liquidar todas sus pertenencias y abandonar el país, como en efecto lo hizo.

Aun cuando me mostré muy escéptico, por la ubicación del predio, no dejé de comentarle la propuesta al doctor Octavio Arizmendi, en ese entonces rector, quien para mi sorpresa se interesó de inmediato en esta. En ese momento, se estaba buscando la posibilidad de un eventual traslado de la Universidad, siguiendo una recomendación del entonces Gran Canciller, don Álvaro del Portillo, durante su visita a nuestro país, quien ante una manifestación muy entusiasta del rector sobre la ubicación de la Universidad en unas casitas dentro de un barrio residencial, al estilo de las universidades inglesas, según él, recibió el comentario de que, en esas condiciones, la Universidad jamás llegaría a tener un verdadero desarrollo.

De ese contacto y de la visión de Octavio Arizmendi, bien distinta a la mía muy recortada, provino la adquisición de los terrenos del actual campus, comprados en muy buenas condiciones de precio y de plazo. Recuerdo que, cuando en una sesión del Consejo Superior, él propuso la idea, luego de haber explorado con anterioridad varias otras posibilidades, se produjo un silencio preocupante en los participantes; seguramente convencidos de que el rector estaba proponiendo un dislate. Sin embargo, una serie de estudios posteriores y la asesoría de reconocidos expertos en finca raíz, además de la experiencia, demostraron que buena parte del extraordinario desarrollo de la Universidad se debió al campus y al acierto en la mirada visionaria del doctor Arizmendi.

Como lo expresé al actual Rector en alguna ocasión, dentro de una invitación muy gentil que me hicieron al alcanzar los 20 años de vinculación laboral, hay dos cosas que afirmo con frecuencia:

  • La primera, que me cuentan la antigüedad, como es lógico que suceda, solamente desde cuando figuro en nómina, es decir, desde cuando me comenzaron a pagar. En efecto, durante los 15 años anteriores, no solamente era coautor de los primeros estatutos; miembro presencial del Acta de Constitución de la Universidad; partícipe del Consejo Superior (comencé a trabajar en este siendo el integrante más joven y me retiré al finalizar mi trabajo como rector, siendo el miembro más viejo); además, pertenecía a lo que en ese entonces se llamaba la Comisión Financiera; era asesor jurídico de la Universidad; fui muy cercano al primer Rector y al primer revisor fiscal, Aníbal Peña (Q.E.P.D.), quienes solían consultarme muchos de sus problemas; por todos esos motivos y muchos más, frecuentaba la Universidad normalmente dos o tres veces por semana.
  • La segunda, que haber aceptado incorporarme laboralmente a la Universidad fue la peor decisión económica de mi vida, por contar antes con un estudio de abogados muy productivo, pero al mismo tiempo es la mejor decisión de vida que he tomado hasta ahora. Como antes lo expresé, todos estos años de trabajo son para mí inolvidables y no habría querido perdérmelos. En varias ocasiones he manifestado que seguiría trabajando en la Universidad, si me lo permiten, aunque no me pagaran y aunque tuviera que pagar por hacerlo.

 

Empezar a trabajar de planta en la Universidad fue una sorpresa. Perteneciendo al Consejo Superior, antes de ser designado como rector, me había ausentado para un viaje de vacaciones con mi esposa. A mi regreso, quise conocer las actas de las reuniones del mencionado Consejo Superior, para enterarme de lo ocurrido durante mi ausencia. Grande sorpresa e inquietud tuve cuando encontré que, aprovechándose de mi ausencia y de mi consiguiente indefensión, me habían escogido para integrar la terna que, estatutariamente, elabora el Consejo Superior para que la entidad nominadora seleccione al rector. Me tranquilicé cuando vi que era el tercero entre los escogidos y cuando conocí los otros dos nombres que integraban la terna. Como alguien me lo afirmó alguna vez, toda terna se compone de un caballo y de dos burros. Sin embargo, contra todas las posibilidades, resulté elegido, lo cual para mí, en caso de aceptación, significaba un cambio total en mi vida, en mis proyectos, en mis ingresos y en mis tareas.

Ante la sorpresa de la designación, no teniendo muchas excusas que presentar, pedí un par de días para consultarlo con mi esposa, con la seguridad y, si acaso, con la secreta esperanza de que ella se iba a oponer rotundamente. La invité a cenar para contarle lo sucedido y pude haber sido víctima de un infarto cuando me dijo que le parecía muy bien, pero que pidiera un descanso de dos semanas a mitad de año, en lugar de la semana tradicional, porque yo solía trabajar muy duro y necesitaba interrumpir mi trabajo por un tiempo más largo. Por consiguiente, llegué a la Rectoría en medio de una serie de inesperadas inconsecuencias.

“Contra todas las posibilidades, resulté elegido como rector; lo cual, para mí, en caso de aceptación, significaba un cambio total en mi vida, en mis proyectos, en mis ingresos y en mis tareas”

“La Universidad de La Sabana es muestra de una ‘descarada’ intervención de la Providencia”.

 Antes de mi posesión, pedí audiencia al entonces rector, Rafael González, con el ánimo de enterarme de las cosas pendientes. Me recibió muy amablemente, pero por toda información me entregó una carpeta con los planos del campus y con los estatutos, los cuales conocía muy bien, por haber intervenido en su elaboración. A esto, aparte de los saludos protocolarios, se limitó mi inducción para el cargo, dando él por sentado que, habida cuenta de mis vínculos anteriores, estaba suficientemente enterado de cuanto me esperaba, suposición que luego encontré totalmente alejada de la realidad. Afortunadamente, el entonces secretario general, Jaime Puerta (Q.E.P.D.), se dedicó muy concienzudamente durante los primeros meses a ser mi “vaquiano”, a enseñarme muchas cosas y a presentarme a la gente que todavía no conocía

 Pocos días después de mi posesión, fui con el doctor Puerta a almorzar en Centro Chía, de donde regresábamos consumiendo peripatéticamente un helado. En esas, nos tropezamos con unas profesoras de la Facultad de Educación, quienes manifestaron emocionadas, al verme en ese menester, que se sentían muy complacidas porque me veían muy humano, como si pudiera no serlo y, además, con notorias limitaciones.

 Pocos meses después, empecé a comentar con los integrantes de la entonces Comisión que me acompañaba colegiadamente en el gobierno, pero con nombre distinto al actual, la idea de que la Universidad, ya totalmente instalada en el campus, tuviera una sede en Bogotá. La iniciativa pareció bien en principio, pero completamente ilusa, porque se carecía de recursos para pensar en llevarla adelante. Sin embargo, se presentaron cuatro coincidencias que nos llevaron a contar con la sede de la Calle 80.

  • La primera, unas nuevas normas con incentivos tributarios para los donativos a las universidades.
  • La segunda, que el entonces Banco Ganadero, recientemente adquirido por el actual BBVA (todavía no contaba con la A), acababa de recibir, como dación en pago, buena parte del edificio de la calle 80.
  • La tercera, que Enrique Esteban (Q.E.P.D.) había comenzado unas gestiones promisorias con funcionarios del Banco para buscar como donativo el edificio.
  • La cuarta, que habiendo hecho muy buena amistad con el entonces Presidente del Banco, egresado de la Universidad de Navarra y enviado desde la Casa Matriz, fui en una ocasión a visitarlo para intrigarle el donativo, llevando una corbata de rayas rojas y azules que, sin saberlo, eran los colores del Barça, el equipo de los amores de quien me recibió. Viéndome entrar, me dijo de sopetón: Álvaro, lo que vengas a pedir, te lo voy a conceder, porque vienes con los colores de mi equipo. Iba precisamente a solicitar, y lo obtuve, sin culpa mía, el edificio de la Calle 80.

 Curiosamente, unos meses antes, todavía sin tener ninguna posibilidad para adquirir una sede en Bogotá, había contactado a un pariente político, el entonces Secretario de Planeación de Bogotá, para solicitarle el servicio de que me localizara la zona mejor comunicada de la ciudad. Días después, él me presentó un estudio en el cual se marcaba con un círculo el lugar más adecuado. En el centro de ese círculo queda el edificio que nos donaron tiempo después. Cuando le conté a mi pariente político el resultado, me preguntó sorprendido cómo lo habíamos logrado. Ante mi respuesta, advirtiéndole que habíamos rezado mucho por ese propósito, me expresó, siendo un total agnóstico, que frente a ese caso le entraban dudas de fe.

 Por último, para no fatigarlos en demasía, quisiera contar mis experiencias ante la primera acreditación de la Universidad, bajo mi rectoría, y de la primera acreditación de la entonces Facultad de Derecho, siendo decano de ella.

En el primer caso, habiendo recibido la visita de unos pares colaborativos, contábamos con la opinión de que nos encontrábamos muy lejos de poder obtener dicha acreditación, para la cual requeríamos el trabajo de varios años. Sin embargo, tomé una decisión imprudente, siendo la única vez en la que recuerdo haberme apartado de la opinión de los demás miembros del cuerpo colegiado que acompaña al rector en el gobierno central. Dispuse darnos el plazo de un año para solicitar la visita de pares evaluadores; designé dos personas encargadas de ajustar todos los requisitos; establecí una reunión diaria con ellas para supervisar los avances y, al terminar esa anualidad, no solamente obtuvimos la tan deseada acreditación, sino que se nos concedió con un informe muy elogioso de quienes nos evaluaron y por un plazo superior al logrado por otras universidades en su primer intento.

Quise informar al país de una manera llamativa y retadora este logro de una Universidad todavía muy joven, de lejos la más joven de todas las acreditadas, con un anuncio de página entera en los más importantes diarios, en el cual aparecía un niño sentado en la banca de un parque, con los pies colgando, junto a unas personas bastante mayores y la leyenda: “Somos los más jóvenes, pero ya nos encontramos entre los primeros”. Este propósito, muy a mi pesar, se frustró ante la opinión más ponderada de mis compañeros en el gobierno colegiado, quienes lo consideraron exageradamente agresivo.

“No solamente obtuvimos la tan deseada acreditación, sino que se nos concedió con un informe muy elogioso de quienes nos evaluaron y por un plazo superior al logrado por otras universidades en su primer intento”.

Luego de un intenso trabajo, siendo la Facultad de Derecho la única que, pudiendo hacerlo, no había pedido la acreditación, nos movimos con mucho entusiasmo para preparar los requisitos exigidos. La primera visita de los pares evaluadores estuvo presidida por una persona que nos mostró una increíble hostilidad, a tal punto que me vi en la necesidad de insinuarle al Rector que levantáramos la visita, a lo cual él procedió, entre los aplausos de los estudiantes informados de los azares de la visita al enterarse de lo sucedido. Pocos meses más adelante, nos concedieron una nueva oportunidad, en este caso ampliamente comprensiva con nuestras condiciones, elaborando un informe muy favorable y, con este, la primera acreditación del programa.

Podría relatar muchas cosas más, pero el espacio me es esquivo. Acaso en otra oportunidad pueda traer a cuento otros episodios, que destacan esa frase del primer Rector, que me gusta recordar: que la Universidad de La Sabana es muestra de una descarada intervención de la Providencia. Esa intervención la he experimentado o conocido cientos de veces, incluso en episodios recientes.